El mundo está abordando el siglo XXI bajo la tensión de tendencias centrífugas muy poderosas. Las fuerzas que conducen a una creciente exclusión social ponen en entredicho aquella idea, tan difundida hasta la década del setenta y en conexión con el Diálogo Norte-Sur, sobre las posibilidades de progreso continuo y mejora de la calidad de vida tanto en el ámbito nacional como en el internacional. Desde los años ochenta estamos en presencia de un ilimitado crecimiento de la riqueza en el extremo superior de la escala de ingresos, con estilos de vida increíblemente lujosos y ostentosos, muy difíciles de justificar socialmente, ya que a menudo se ven no como el resultado de una inversión en la generación de riqueza nueva sino como simple manipulación financiera con la riqueza existente. Mientras tanto, aunque el desempleo ha venido bajando en los Estados Unidos en medio de una inflación sostenida de los activos, en muchos países europeos este ha permanecido irreductiblemente alto a lo largo de los noventa, convirtiéndose también en un problema en Japón, país este que mantuvo el pleno empleo incluso cuando el resto del mundo estaba sumido en la “estanflación” de los ochenta. La distribución del ingreso se ha hecho más desigual en muchos de los países desarrollados, deteriorándose de manera brutal en Rusia y Europa del Este después del colapso de la Unión Soviética.
La pobreza crítica ha alcanzado niveles insoportables en la mayor parte de África y América Latina, revirtiendo buena parte de los avances logrados en los años sesenta y setenta. Todo esto sucede en un mundo asombrado ante el poder y el potencial de la tecnología informática y al lado del crecimiento acelerado y explosivo de industrias y empresas relacionadas con la microelectrónica, las computadoras y las telecomunicaciones. Sin embargo, esos éxitos espectaculares de empresas y países conectados con las nuevas industrias o incorporados a la modernización y la globalización, cabalgando la ola de la alta tecnología, aparecen en violento contraste con las prolongadas dificultades que experimentan otras empresas e industrias y otras partes del mundo que, habiendo conocido tiempos mejores, sufren hoy estancamiento o declinación, soportan deudas impagables y padecen un agudo deterioro social y dislocaciones políticas. La cuestión de la sustentabilidad, en términos sociales, pasa así al primer plano. Parece haber llegado el momento de encontrar modos de restablecer la cohesión social.